Creemos que hay un solo Dios que se ha manifestado al mundo en distintas
formas a través de las edades y que especialmente se ha revelado como
Padre en la creación del universo, como Hijo en la redención de la
humanidad y como Espíritu Santo derramándose en los corazones de los
creyentes.
Este Dios es el creador de todo lo que existe, sea visible o invisible,
eterno, infinito en poder, Santo en su naturaleza, atributos y propósitos
y poseyendo una Divinidad absoluta e indivisible; es infinito en su
inmensidad, inconcebible en su modo de ser e indescriptible en su esencia;
conocido completamente sólo por sí mismo, porque una mente infinita sólo
ella puede comprenderse a sí misma. No tiene cuerpo ni partes y por lo
tanto está libre de todas las limitaciones.
“El primer mandamiento de todos es: Oye, Israel; el Señor nuestro Dios,
el Señor uno es” (Deuteronomio 6.4; Marcos 12.29). “Para nosotros,
sin embargo, sólo hay un Dios...” (1 Corintios 8.6).
Creemos que Jesucristo nació milagrosamente del vientre de la virgen María,
por obra del Espíritu Santo, y que al mismo tiempo es el único y
verdadero Dios (Romanos 9.5; 1 Juan 5.20). El mismo Dios del Antiguo
Testamento tomó forma humana (Isaías 60.1-3). “Y aquel Verbo fue hecho
carne, y habitó entre nosotros...” (Juan 1.14). “E indiscutiblemente,
grande es el misterio de la piedad: Dios fue manifestado en carne,
justificado en el Espíritu, visto de los ángeles, predicado a los
gentiles, creído en el mundo, recibido arriba en gloria” (1 Timoteo
3.16).
Creemos que en Jesucristo se mezclaron en una forma perfecta e
incompresible los atributos divinos y la naturaleza humana. Por parte de
María, en cuyo vientre tomó forma de hombre, era humano; por parte del
Espíritu Santo, que fue el que lo engendró en María, era divino; por
eso se llama Hijo de Dios e Hijo de hombre. Por lo tanto, creemos que
Jesucristo es Dios y que "en él habita corporalmente toda la
plenitud de la Deidad” (Colosenses 2.9), y que la Biblia da a conocer
todos los atributos: es Padre Eterno, a la vez que es un niño que nos es
nacido (Isaías 9.6); es creador de todo (Isaías 45.18; Colosenses
1.16,17); hace maravillas como Dios Todopoderoso (Salmos 86.10; Lucas
5.24-26); tiene potestad sobre el mar (Salmos 107.29-30; Marcos 4.37-39);
es el mismo siempre (Salmos 102.27; Hebreos 13.8).
Creemos en el bautismo del Espíritu Santo, prometido por Dios en el
Antiguo Testamento y derramado después de la glorificación del Señor
Jesucristo, que es quien lo envía (Joel 2.28,29; Juan 7.37-39; 14.16-26;
Hechos 2.1-4).
Creemos, además, que la demostración de que una persona ha sido
bautizada con el Espíritu Santo, son las nuevas lenguas o idiomas en que
el creyente puede hablar, y que esta señal es también para nuestro
tiempo.
Creemos también, que el Espíritu Santo es potencia que permite
testificar de Cristo (Hechos 1.8), y que sirve para la formación de un
carácter cristiano más agradable a Dios (Gálatas 5.22-25). El mismo Espíritu
da dones a los hombres, que sirven para la edificación de la iglesia
(Romanos12.6-8; 1 Corintios 12.1-12; Efesios 4.7-13), pero no aceptamos
que haya en ningún hombre la facultad de impartir a otro algún don, pues
“todas estas cosas las hace uno y el mismo Espíritu, repartiendo a cada
uno en particular como él quiere“ (1 Corintios 12.11) y "a cada
uno... fue dada la gracia conforme a la medida del don de Cristo” (Efesios
4.7).
Todos los miembros de la Iglesia Apostólica de la Fe en Cristo Jesús,
deben buscar el Espíritu Santo y tratar de vivir constantemente en el Espíritu,
como lo recomienda la Palabra de Dios (Romanos 8.5-16; Efesios 5.18;
Colosenses 3.5).
Creemos en la resurrección literal de nuestro Señor Jesucristo que se
efectuó al tercer día de su muerte, como lo relatan los evangelistas
(Mateo 28.1-10; Marcos 16.1-20; Lucas 24.1-12, 36-44; Juan 20.1-18). Esta
resurrección había sido anunciada por los profetas (Isaías 53.12) y es
necesaria para nuestra esperanza y justificación (Romanos 4.25; 1
Corintios 15.20).
Creemos que la Iglesia de nuestro Señor Jesucristo es una universal,
formada por todos los hombres, sin distinción de nacionalidad, idioma y
cultura, que hayan aceptado a nuestro Señor Jesucristo como Salvador y
hayan sido bautizados en agua por inmersión en su nombre. (Mateo 28.19;
Hechos 2.38; 8.16; 10.48; 19.5; Romanos 6.1-4; Colosense 2.12) crean en el
bautismo en el Espíritu Santo (Hechos 1.5; 2.1-4) vivan separados de la
práctica del pecado, y perseveren sirviendo al Señor (Mateo 24.13;
Romanos 2.7; 6.11-13; Efesios. 4.22-32; 5.1-11). Los vínculos que unen a
los miembros de la Iglesia son el amor de Dios y la fe cristocéntrica
comunes, y su estandarte o bandera es el nombre de Jesucristo, ante cuyo
emblema marcha gallardamente la Iglesia imponente como ejército en orden
(Cantares 6.10).
Creemos en la separación del Estado y la Iglesia y que ninguno debe
intervenir en los asuntos internos del otro, pues aquí se cumple el
precepto bíblico de dar lo que es de César a César y lo que es de Dios
a Dios (Mateo 12.17). Los miembros de la Iglesia deben tomar participación
en actividades cívicas de acuerdo con su capacidad e inclinaciones políticas,
pero siempre reflejando sus ideas personales y no las de la Iglesia, que
siempre es neutral y tiene cabida para los hombres de todos los credos políticos.
Al mismo tiempo, todos los miembros de la Iglesia deben obedecer las
autoridades civiles y todas las leyes y disposiciones que de ellas emanen,
siempre que no contradiga sus principios religiosos o los obliguen a hacer
cosas en contra de su conciencia (Romanos 13.1-7).
La Iglesia Apostólica de la Fe en Cristo Jesús reconoce el gobierno
humano como de ordenación divina (Romanos 13.1,2) y al hacerlo así,
exhorta a sus miembros a que afirmen su lealtad a su patria. Siendo discípulos
del Señor Jesucristo, es deber de todo cristiano obedecer sus preceptos y
mandamientos que enseñan como sigue: “No resistáis al que es malo”
(Mateo 5.39), “Seguid la paz con todos” (Hebreos 12.14). También lo
que se nos dice en Mateo 26.52, Romanos 12.19, Santiago 5.6 y Apocalipsis
13.10. Por estas escrituras, se cree y se interpreta que los seguidores de
nuestro Señor Jesucristo no deben destruir propiedades ajenas o quitar
vidas humanas.
Se considera un pecado que, después de haber recibido el conocimiento de
la verdad, haber sido perdonados de todos los pecados y haber sido hechos
nuevas criaturas en Cristo Jesús, participar en acciones y actos
diferentes a aquellos recomendados por la divina Palabra de Dios (Hebreos
6.4-9; 10.26,27).
Por lo tanto, todos los miembros son exhortados a responder voluntaria y
libremente al llamado de su gobierno, en tiempo de paz o de guerra, y
prestar servicio en todas las capacidades no combatientes. La doctrina
enseña que se ore por que tengamos siempre hombres de Dios como
gobernantes, y orar por ellos para que tengan siempre guianza divina para
que, como naciones, seamos guardados fuera de la guerra, con honor y
vivir en paz continuamente (1 Timoteo 2.1-3).
Creemos que el sistema que la Biblia enseña para la obtención de fondos
necesarios para el cumplimiento de la misión de la Iglesia, es el de
diezmos y ofrendas, y que debe ser practicado por ministros y laicos
igualmente (Génesis 28.22; Malaquías 3.10; Mateo 23.23; Lucas 6.38;
Hechos 11.27-30; 1 Corintios 9.3-15; 16.1,2; 2 Corintios 8.1-16; 9.6-12;
11.7-9; Gálatas 6.6-10; Filipenses 4.10-12, 15-19; 1 Timoteo 5.17,18;
Hebreos 13.16).
Sabiendo que la obra de Dios no tan sólo abarca el aspecto espiritual
sino también el material, creemos que es necesario reglamentar la manera
en que se adquieran y distribuyan los fondos necesarios para responder a
las necesidades materiales de la Obra.
Creemos que para el desempeño del ministerio oficial de la Iglesia, Dios
llama a cada persona, y que el Espíritu Santo confiere a cada ministro la
facultad de servir a la Iglesia en distintas capacidades y con distintos
dones, cuyas manifestaciones son todas para edificación del cuerpo de
Cristo (Romanos 12.6-8; 1 Corintios 12.5-11; Efesios 4.11,12).
Creemos también que, aunque el llamamiento al ministerio es de origen
divino, la Palabra de Dios contiene suficientes enseñanzas sobre los
requisitos que debe llenar la persona que va a servir en el ministerio y
que corresponde a los gobiernos eclesiásticos organizados examinar a los
candidatos al ministerio y determinar cuándo son dignos de aprobación y
la tarea a que se deban dedicar (Hechos 1.23-26; 6.1-3; 1 Timoteo 3.1-10;
4.14; 5.22; Tito 1.5-9).
Creemos, además, que el Espíritu Santo usa al ministro en distintas
formas, según las necesidades de la obra de Dios y la capacidad y
disposición personal del ministro. Nadie puede ser colocado en una posición
más elevada que aquella a que se haga merecedor (Romanos 12.3; 1 Timoteo
3.13).
Creemos que el obispado es el cargo más elevado en el ministerio y que a
quienes lo ocupan se les debe dar muestras especiales, consideraciones y
respeto, sin menoscabo de los que ocupan posiciones de menor
responsabilidad.
Creemos en el bautismo en agua, por inmersión y en el nombre de
Jesucristo, el cual debe ser administrado por un ministro ordenado. El
bautismo debe ser por inmersión, porque sólo así se representa la
muerte del hombre al pecado, que debe ser semejante a la muerte de Cristo
(Romanos 6.1-5), y en el nombre de Jesucristo, porque esta es la forma en
que los apóstoles y ministros bautizaron en la edad primitiva de la
Iglesia, según lo prueban las Sagradas Escrituras (Hechos 2.38; 8.16;
10.48; 19.5; 22.16).
Creemos en la práctica literal de la Cena del Señor, que él mismo
instituyó (Mateo 26.26-29; Marcos 14.22-25; Lucas 22.15-20; 1 Corintios
11.22-31).
En esta ordenanza se debe usar pan sin levadura, que representa el cuerpo
sin pecado de nuestro Señor Jesucristo, y vino sin fermentar, que
representa la sangre de Cristo que consumó nuestra redención.
El objeto de esta ceremonia es conmemorar la muerte de nuestro Señor
Jesucristo y anunciar que un día regresará al mundo, y al mismo tiempo
para dar testimonio de la comunión que existe entre los creyentes.
Ninguna persona debe participar de este acto si no es miembro fiel de la
Iglesia y está en plena comunión, pues al hacerlo sin cumplir estas
condiciones, no podrá discernir el cuerpo del Señor (1 Corintios
10.15-17; 11.27-28; 2 Corintios 13.5).
El Señor, al terminar de tomar la cena con sus apóstoles celebró un
acto que de momento los maravilló, y que fue el lavatorio de pies. Al
terminar este acto, el maestro explicó a sus discípulos el significado
de él y les recomendó que se lavasen los pies los unos a los otros. La
Iglesia practica este acto en combinación con la Cena del Señor o
indistintamente, como un acto de humildad y confraternidad cristiana (1
Timoteo 5.10).
Creemos que el matrimonio es sagrado, pues fue establecido desde el
principio y es honroso en todos (Génesis 2.21-24; Mateo 19.1-5; Hebreos
13.4). Los matrimonios deben verificarse de acuerdo con las leyes de los
países respectivos y luego solemnizarse en la iglesia según la práctica
aprobada. Las parejas que no hayan legalizado su unión y desean
bautizarse, deben cumplir primeramente con los requisitos de las leyes
civiles.
Creemos que el matrimonio es una unión que debe perdurar mientras viven
los dos cónyuges. Al morir uno de ellos, el otro está libre para casarse
y no peca si lo hace en el Señor (Romanos 7.1-3; 1 Corintios 7.39).
Creemos, además, que los matrimonios deben verificarse exclusivamente
entre los miembros fieles. Ningún ministro deberá casar a un miembro de
la iglesia con una persona inconversa. Los miembros que estando en plena
comunión y se casaren con persona inconversa, deberán ser juzgados por
los pastores.
Creemos que Dios tiene poder para sanar todas las enfermedades, si así
es su voluntad, y que la sanidad divina es un resultado del sacrificio de
Cristo, pues él llevó nuestras enfermedades y sufrió nuestros dolores (Isaías
53.4).
La sanidad se efectúa por una combinación de la fe del creyente y el
poder del nombre de Jesucristo que se invoca sobre el enfermo. El Señor
Jesucristo prometió que los que creyeran en su nombre pondrían las manos
sobre los enfermos y estos sanarían (Marcos 16.18). Los enfermos deben
ser ungidos con aceite en el nombre de Jesucristo por ministros ordenados
para que el Señor cumpla sus promesas (Salmos 103.1-4; Lucas 9.1-3; Juan
14.13; 1 Corintios 12.9; Santiago 5.14-16).
Creemos que la sanidad divina se obtiene por la fe, y que en caso de que
algún hermano tenga necesidad de someterse a los cuidados y
ministraciones de la ciencia médica, los demás no deben criticarlo, sino
considerarse a sí mismos y guardarse de encontrar condenación con lo que
ellos mismos aprueban (Romanos 14.22). Recomendamos que los miembros y
ministros se abstengan de lanzar criticas indebidas a la ciencia médica,
cuyos adelantos nadie puede negar y que se originan en la habilidad que
Dios ha dado a los hombres para ir descubriendo los secretos del
funcionamiento del organismo humano. Al mismo tiempo, los exhortamos a que
no se opongan a las campañas de higiene, vacunación y limpieza que sean
iniciadas por el gobierno, sino que, por el contrario, colaboren
decididamente en los lugares donde sea posible.
Creemos que todos los miembros del cuerpo de Cristo deben ser santos, es
decir, apartados del pecado y consagrados al servicio de Dios. Por esta
razón deben abstenerse de practicar toda clase de diversiones malsanas e
inmundicias de carne y de espíritu (Levítico 19.2; 2 Corintios 7.1;
Efesios 5.26,27; 1 Tesalonicenses 4.3,4; 2 Timoteo 2.21; Hebreos 12.14; 1
Pedro 1.16).
Sin embargo, en la práctica de la santidad creemos que debe evitarse
toda clase de extremismos, ascetismos y privaciones que tienen cierta
reputación de sabiduría, en culto voluntario y humildad y en duro trato
de la carne, "lo cual es sombra de lo que ha de venir, pero el cuerpo
es de Cristo" (Colosenses 2.17,23). En lo que respecta a alimentos,
sabiendo que “todo lo que Dios creó es bueno, y nada es de desecharse,
si se toma con acción de gracias” (1 Timoteo 4.4).
Creemos, a la luz de la Palabra de Dios, que hay pecado de muerte y que
si este es cometido en los términos que expresa la misma Biblia, se
pierde el derecho a la salvación (Mateo 12.31,32; Romanos 6.23; Hebreos
10.26,27; 1 Juan 5.16,17). Por tanto recomendamos que todos los fieles se
abstengan de dar oído a doctrinas en que se promete seguridad eterna al
cristiano sin importar su conducta, y la idea de que “una vez salvo,
siempre salvo”, pues la Biblia enseña que es posible ser reprobado y se
necesita ser fiel hasta el fin (Romanos 2.6-10; 1 Corintios 9.26,27).
Creemos que habrá una resurrección literal de los muertos en el Señor,
en la cual serán revestidos con un cuerpo glorificado y espiritual, con
el cual vivirán para siempre en la presencia del Señor (Job 19.25-27;
Salmos 17.15; Juan 5.29; Hechos 24.15; 1 Corintios 15.35-54; 1
Tesalonicenses 4.16).
Los cristianos que estén en pie en el momento en que el Señor recoja a
su Iglesia serán igualmente transformados y así irán a estar con el Señor
por siempre en gloria (1 Corintios 15.51,52; 1 Tesalonicenses 4.18).
Creemos, también, que habrá resurrección de injustos, pero éstos
despertarán del sueño de la tumba para ser juzgados y oír la sentencia
que los harán herederos del fuego eterno (Daniel 12.2; Mateo 25.26;
Marcos 9.44; Juan 5.29; Apocalipsis 20.12-15).
Creemos que la Iglesia compuesta de los muertos en el Señor y los fieles
que estén sobre la tierra en el momento del rapto, será levantada para
ir a encontrar a su Señor en los aires y participar en las bodas del
Cordero. Después vendrá con el Señor a la tierra para hacer el juicio
de las naciones y reinar con Cristo mil años. Este período será
precedido por la gran tribulación y la batalla del Armagedón, a la cual
dará fin el Señor cuando descienda sobre el Monte de los Olivos con
todos sus santos (Isaías 66.17-25; Daniel 7.27: Miqueas 4.1-3; Zacarías
14.1-6; Mateo 5.5; Romanos 11.25-27; 1 Corintios 15.51-54; Filipenses
3.20,21; 1 Tesalonicenses 4.13-17; Apocalipsis 20.1-5).
Creemos que hay un juicio preparado en el cual participarán todos los
hombres que hayan muerto sin Cristo y los que estén sobre la tierra en el
tiempo de su verificación. Este juicio se efectuará al final del milenio
y también se conoce con el nombre de juicio del trono Blanco. La Iglesia
no será juzgada en esta ocasión, sino que ella misma intervendrá en el
juicio que se haga a todos los hombres de acuerdo con lo que está escrito
en los libros que Dios tiene preparados. Al terminarse este juicio, los
cielos y la tierra que hoy existen serán renovados por fuego y los fieles
habitarán en la Nueva Jerusalén. La dispensación cristiana habrá
terminado y entonces Dios volverá a ser todas las cosas en todos (Daniel
7.8-10, 14-18; 1 Corintios 6.2,3; Romanos 2.16; 14.10; Apocalipsis
20.11-15; 21.1-6).
Tomado de www.iafcj.com